sábado, 23 de marzo de 2013

Y el milagro fue posible y se hizo realidad

Injerto de castaña germinada sobre encina

Si, amigos, es como un pequeño milagro. Sólo ha agarrado uno de veinte injertos radiculares de castaña germinada sobre encina, o sea, un éxito del 5% o bien un fracaso del 95%, según como se mire. A mi me basta para confirmar que mi hipótesis experimental o mi experimento hipotético era posible. Tras muchos años intentando injertar encinas con estacas o escudetes de castaño por los métodos de Corona, Hendidura o Chip mallorquín con un fracaso del 100% al fin he encontrado una manera de conseguirlo.


El 95% de fracasos me han servido para sacar unas cuantas conclusiones:

1--Cuanto más delgada es la rama de encina, más fácil es que se produzca la unión entre las células meristemáticas pluripotenciales de la raiz de la castaña y las células del cambium subcortical de la encina. 

2--Conviene que el agujero hecho a la rama de la encina sea prácticamente igual al grosor de la raiz de la castaña, de manera que se ajusten bien y no quede ningún espacio entre los dos tejidos.

 Este es el único injerto que ha agarrado.

3--Es importante tener paciencia y no apresurarse en quitar la maceta que cubre el injerto. Convendria dejar la maceta durante dos años para que la raíz del castaño hiciese cada vez más presión contra los tejidos del agujero de la encina a medida que se fuera engrosando, provocando así una unión forzada de ambos tejidos. (Este apresuramiento mío, esta falta de paciencia ha sido precisamente la causa del 95% de fracasos, ya que retiré la maceta y corté las raíces de los pequeños castaños a los 11 meses del injerto. En aquel momento los veinte injertos tenían un aspecto fantástico, pero poco a poco se han ido secando y sólo ha sobrevivido uno).


4--Las castañas se tendrían que estratificar en frío en otoño dentro del frigorífico a muy baja temperatura sin llegar a la congelación (aproximadamente a unos 2 ò 3 ºC) y a finales de febrero ir aumentando la temperatura del frigorífico para que las castañas iniciasen la germinación y emitieran la raíz, con la finalidad de hacer los injertos lo más tarde posible, cuando la encina ya estuviera en plena brotación primaveral, o sea, a finales de marzo. (Yo hice los injertos en febrero del año pasado, pues las castañas ya tenían una raíz de 4 ò 5 centímetros).


Hoy he grabado un pequeño video del injerto que ha agarrado. (Os ruego que seáis indulgentes. El video es muy malo, grabado con mi vieja cámara Canon). Veréis que el pequeño castaño tiene dos tallos. En el extremo del más pequeño se ve como la yema terminal ya empieza a hincharse y a verdear, prueba inequívoca del éxito. Se ve muy bien la raíz cortada del castaño. Notaréis que en uno de los lados puse mucho mastic sellador, ya que cuando retiré la maceta, mientras cortaba las raíces, encontré una especie de tumoración que parecía un trozo de corteza de encina pegada justo en la unión castaño-encina. Al arrancar el tumor quedó una herida, por lo cual le puse pasta selladora. Me imagino que se trataba de un chancro, que es una enfermedad frecuente en los castaños. El hongo seguramente surgió de una espora pegada a la misma castaña. También se pueden ver los injertos de Corona que he hecho en las ramas donde no agarraron las castañas. Seguramente volverán a ser un fracaso. En quince días lo sabré. Si fallan, podaré todas las ramas a la encina y sólo le dejaré el injerto radicular que ha agarrado.

Y ahora me surge una pregunta: ¿Fue acaso el hongo del chancro el "culpable" de la unión de los dos tejidos y por lo tanto del éxito del injerto?. Si fuera así, se tendrían que hacer los injertos poniendo unas cuantas esporas del hongo en la raíz de la castaña. 


Edito esta entrada seis días después y añado un nuevo vídeo en el que se ve como la brotación de las yemas se está acelerando. En el extremo del tallo más corto ya hay hojas nuevas.


A los nueve días del primer video le he hecho esta foto en la que se ve ya una vigorosa brotación:


El castaño es un árbol muy longevo y tiene una infancia y adolescencia muy largas. El pequeño castaño del injerto por tanto en realidad es un bebé-árbol de sólo un año, por lo que seguramente tardaría unos 30 ó 40 años en fructificar por primera vez. Por este motivo si el año que viene tiene unas buenas ramas, iré a buscar estacas de castaño de buena calidad al Valle del Jerte de Extremadura o a Galicia y le injertaré las ramas. Según tengo entendido los injertos de castaño sobre castaño borde agarran con facilidad.

Este artículo es sólo una primicia, un adelanto del artículo más exhaustivo que pienso escribir si finalmente en unas semanas se confirma el éxito de este injerto experimental. Cuando tenga brotes vigorosos de un palmo, grabaré un nuevo video y os lo mostraré.

Este experimento a los tres años fracasó. Cuando el injerto estaba brotando en primavera de pronto se secó, como si la encina se negase a alimentarlo. Fue bonito mientras duró.

sábado, 16 de marzo de 2013

Ni el califa de Córdoba comía mejor.


Quinto capítulo


La ornamentación del pequeño palacio de Zulema iba a ser laboriosa. En Grazalema no había ningún horno grande adecuado para cocer cerámica vidriada y el artesano Ahmed, maestro en azulejos y mosaicos, tuvo que ingeniárselas para construir uno capaz de alcanzar las altas temperaturas que requerían las piezas de arcilla para convertirse en bellísimos azulejos multicolores (la palabra española azulejo procede del árabe andalusí azzuláyǧa). 

El otro artesano, de nombre Omar, maestro carpintero y ebanista, necesitaba madera de excelente calidad, a ser posible del preciado cedro de las montañas del Atlas de la vecina África, aunque compadeciéndose de Taufik, pues sería muy caro importarla, aceptó trabajar con madera del abeto andaluz que abundaba alrededor de Grazalema.

Así que Taufik y sus seis amigos libertos se pusieron a las órdenes de los dos artesanos y mientras varios de ellos buscaban piedras grandes, las tallaban para darles la forma geométrica indicada por Ahmed y empezaban a ensamblarlas para construir el horno, los demás acudían al bosque armados con hachas en busca de varios abetos de tronco grueso y tras derribarlos les pelaban la corteza con azuelas, aserraban el tronco en tablones con grandes serruchos de doble mango y se los entregaban al maestro Omar para que los tallase con sus herramientas.

Los libertos sentían un gran afecto por Taufik. Le respetaban, admiraban y apreciaban como si de un hermano mayor se tratase. Trabajaban para él de sol a sol sin desfallecer agradecidos por haberlos liberado de la esclavitud. Tenían más o menos su misma edad y vivían los seis juntos en una gran choza cercana al palacio que habían construido con sus propias manos ensamblando troncos de abetos jóvenes. Todos sus gastos corrían a cargo de Taufik, que se mostraba muy generoso con ellos, pues él también les estimaba como a hermanos.

A Ahmed le gustaban las cosas bien hechas. Era un artesano famoso conocido en toda la bahía de Cádiz. Vivía con su familia en una pequeña aldea cercana a las ruinas de la antigua Algeciras. Había sobrevivido a la reconquista gracias a su astucia y a la gran admiración que despertó su taller, su maestría y su digna y serena apostura en los invasores cristianos cuando éstos entraron en su casa. Él, su esposa, sus siete hijos y sus dos aprendices esperaban aterrorizados la entrada de los infieles del norte sentados muy juntos sobre almohadones (del árabe andalusí almuẖádda) en el centro de la casa, en silencio, sabedores que de nada les serviría intentar defenderse. Las paredes del interior de la vivienda estaban adornadas con bellísimos mosaicos que refulgían con luz propia con destellos multicolores y en el suelo había varios armatostes de madera sobre los que se distribuían cientos de azulejos de múltiples formas y colores, colocados dibujando figuras geométricas y motivos florales para ser luego llevados a algún palacio de nueva construcción y montados cubriendo sus paredes interiores.

Cuando los cristianos llegaron al umbral de la puerta se la encontraron abierta, extrañados se asomaron al interior de la casa y una amable voz masculina hablando en un perfecto castellano les dio la bienvenida. Era Ahmed que además de un excelente artesano era un gran erudito que dominaba el castellano, el latín, el griego y el árabe andalusí y conocía los mágicos secretos del arte de la alquimia, la aritmética, la astrología y la música. Su aparente serenidad, el tono suave y amable de su voz, la gran maestría y belleza que mostraban sus mosaicos y la visión de su esposa e hijos sentados en el suelo todos cabizbajos en señal de sumisión y respeto, apaciguó el ansia de sangre de los invasores y el cabecilla ordenó a sus soldados que les respetasen la vida y los bienes, dejando a dos de ellos haciendo guardia en la entrada para que nadie les hiciera daño.

La inteligente pantomima teatral para lograr sobrevivir le había salido bien a Ahmed. No le había costado mucho organizar la escena, pues en sus venas corría sangre cristiana, la de su madre leonesa de nombre Ximena que su padre había comprado a un mercader de esclavos de Granada. Conocía pues las extrañas costumbres de los infieles del norte. Cuando llegó la terrorífica noticia de la cercanía de las huestes invasoras, Ahmed ordenó a su mujer, a sus hijos y a los dos aprendices que se vistiesen rápidamente con ropas cristianas y escondió los objetos y adornos musulmanes más llamativos, sustituyéndolos por un gran crucifijo y una imagen de la Virgen María con el niño Jesús en brazos. Luego les hizo sentar todos juntos alrededor de su esposa en el centro de la estancia y obligó a memorizar un nombre cristiano a cada uno de sus hijos y a los dos aprendices. Su esposa no tuvo necesidad de aprender un nombre distinto al suyo verdadero, Joana, pues era una esclava cristiana que Ahmed había comprado por dos monedas de oro en el mercado de esclavos de Izn-Rand Onda (ciudad de Ronda, la primitiva Arunda de los fenicios). Cuando el cabecilla de la horda de cristianos preguntó el nombre al más pequeño de los niños, éste levantó la cabeza, le miró con sus grandes ojos azules heredados de su abuela Ximena y le contestó muy serio con su vocecita inocente: "Me llamo Antonio, señor."

Ahmed se hizo llamar Emeterio y desde aquel día él y su familia siguieron morando tranquilamente en su casa como cristianos, como si para ellos nada hubiera cambiado. Todos sus vecinos moros habían sido masacrados salvajemente, de manera que no quedó nadie en la aldea que pudiera denunciar a los cristianos la falsedad de Ahmed. El jugaba a nadar entre dos aguas. Cuando trataba con moros era un morisco converso y se dirigía a ellos en árabe andalusí y cuando lo hacía con cristianos les hablaba en castellano y se comportaba como un cristiano viejo. La sangre leonesa de su madre le ayudaba en la simulación, pues había heredado de ella su tez clara y sus ojos celtas, hablaba el castellano con un fuerte acento leonés y lo había enseñado a sus hijos al mismo tiempo que el árabe andalusí, de manera que los niños lo hablaban perfectamente con el mismo acento que su padre sin levantar ninguna sospecha.

Su esposa era originaria de la ciudad de Montpellier. Había sido raptada muy joven por unos corsarios sarracenos y llevada al mercado de Ronda, donde Ahmed trabajaba en la ornamentación del palacio del emir. Cuando una mañana escuchó al mercader de esclavos anunciar a gritos la venta de una niña cristiana, le picó la curiosidad y se acercó a la plaza de la ciudad, donde se arremolinaba una muchedumbre de curiosos. Sobre una tarima de madera había una docena de esclavos de distintas edades con las manos fuertemente maniatadas con una soga de esparto y los tobillos rodeados por pesadas argollas de hierro oxidado (del árabe andalusí alḡúlla). Estaban de pie muy juntos, semidesnudos, con la cabeza agachada y los ojos llorosos mirando al suelo. Joana había sido obligada por el mercader a dar un paso hacia adelante con un bastonazo y lloraba temblorosa en silencio.

Cuando Ahmed la vio tan menuda, tan bonita, tan frágil, tan blanca, tan aterrorizada y vulnerable, con su pelo rubio desaliñado y sus piececitos descalzos e hinchados por las argollas que rodeaban sus tobillos y le habían abierto espantosas heridas, se acordó enseguida de su madre, sintió una puñalada en el pecho, se le humedecieron los ojos y su corazón le ordenó que la comprase costase lo que costase. Otro hombre estaba interesado en la pequeña, pero sólo ofrecía una moneda de oro por ella, así que a Ahmed le bastó con doblar la oferta para hacerse con la niña. La cogió en brazos, pues no podía caminar y se la llevó a su casa. Por el camino intentó tranquilizarla hablándole en castellano, pero ella no le entendía pues sólo conocía el occitano. La pobre Joana apestaba a heces y orines y un andrajoso vestido de tela de cáñamo cubría su demacrado cuerpecito. Tendría unos 9 años. Ahmed se desposó al día siguiente con ella, pues aborrecía la idea de tenerla como esclava, pero la respetó hasta que se hizo mujer. Joana no tardó en cogerle un gran cariño, primero como a un padre y después como a un esposo y le dio siete hermosos hijos de tez blanca, a los que hablaba siempre en occitano con el fuerte acento de su Montpellier natal. Sólo se dirigía a ellos en la lengua andalusí, que Ahmed le había enseñado, cuando tenían visitas en la casa.

El horno pronto estuvo acabado. Tenía la planta circular y una altura de más de dos metros. Estaba dividido en dos compartimentos superpuestos separados por una parrilla de ladrillos con espacios vacíos entre ellos, que permitían el paso del calor del fuego que subía del compartimento inferior sin que la leña en combustión entrase en contacto directo con las piezas de cerámica. Ahmed colocó cuidadosamente los primeros azulejos crudos sobre la parrilla en el compartimento superior, mandó a los libertos que llenasen de leña el compartimento inferior y entonces se dirigió a Taufik para ofrecerle el honor de prenderle fuego por primera vez.

Semillas de cardamomo, Elettaria cardamomum.

Zulema seguía yendo cada mañana al bosque de abetos, saludaba con una sonrisa a Taufik y a los demás hombres y se sentaba a los pies del viejo abeto cuyo tronco albergaba el alma de su padre. El día siguiente de la llegada de los artesanos les había llevado dulces de almendra supuestamente amasados y horneados por ella misma, pero la verdad es que no era exactamente así, pues Zulema no sabía cocinar, no lo había hecho nunca. Durante su corta vida sólo había trabajado en la limpieza de la casa de sus amos, lavado la ropa en una fuente cercana y acarreado agua y leña como una bestia de carga. El éxito de sus primeros dulces, por tanto, tenía truco. Sin decir nada a Taufik, mientras éste se encontraba de viaje en Ubrique, había pedido ayuda a una vieja esclava morisca con fama de buena cocinera de comida andalusí llamada Zahara, que vivía en una casita de adobe a las afueras de Grazalema. La anciana había accedido encantada a ayudarla, pues se aburría de estar ociosa todo el día, acostumbrada a trabajar duro durante toda su vida. Su amo la había liberado hacía unos pocos meses tras más de 60 años de esclavitud, agradecido por sus excelentes servicios y su fidelidad y le había regalado la pequeña casa

 Semillas de sésamo o ajonjolí, Sesamum indicum.

Zulema le había rogado que se quedase a vivir con ella. La anciana tenía las rodillas y los pies deformados por la artrosis y le costaba mucho caminar, así que le gustó mucho la oferta de la muchacha y aceptó quedarse. Ambas detestaban la soledad y convivir juntas en aquella casita les pareció una idea muy atractiva. Durante los primeros días Zahara cocinó sola, explicando a la muchacha paso a paso sus secretos de vieja cocinera. Zulema metía luego la comida preparada en las dos bolsas de unas alforjas (del árabe andalusí alẖurǧa), las cargaba a los lomos de una burra  y se la llevaba a los nueve hombres que trabajaban de sol a sol en la ornamentación del palacio. 

En ningún momento sospecharon que la comida no había sido cocinada por Zulema. Con tanto trabajo tenían un hambre atroz y esperaban con ansia la llegada de la muchacha. Cuando alguno de ellos la veía a lo lejos acercarse con la burrita, avisaba a los demás con un ¡ya viene! y las glándulas salivares de aquellos nueve hombres automáticamente empezaban a salivar y sus estómagos rugían en sus vientres. Taufik no se libraba de aquella reacción instintiva y su sensación de hambre se mezclaba con la inmensa alegría de ver a su amada, pues cada día estaba más locamente enamorado de ella 

 Canela en rama, Cinnamomum zeylanicum.

Una vez les había servido la comida sobre una gran estera de esparto bajo la sombra del viejo abeto que albergaba el alma de su padre, Zulema se sentaba como siempre a los pies del árbol y les observaba divertida. Ellos estaban absortos dándose un atracón y todos salvo Taufik se olvidaban de su presencia. Mientras saboreaban aquellos deliciosos manjares preparados por Zahara no paraban de proferir exclamaciones de placer por lo rico que se les antojaba el tajín de cordero en salsa de cardamomo, el cuscús de pollo al azafrán, el hummus de garbanzos en salsa de sésamo, las lentejas con espárragos trigueros, las cebollas confitadas a la albahaca, el tajín de pollo a la miel de romero, el rabo de ternera a la canela, las setas asadas al ajiaceite, la crema de nueces con huevos de paloma, las chuletas de cordero al comino, los cogollos de hinojo a la granadina, los pies de cordero encebollados, los albaricoques confitados a la canela, la crema de mandarina al aroma de hierbaluisa, el guirlache de sésamo y avellanas, el turrón de piñones, las naranjas rellenas de crema de melocotón, las manzanas a la miel de azahar,  la torta de la favorita del emir, el queso de cabra al almíbar de tomillo, .....

Semillas de comino, Cominum cyminum.

Zulema no podía reprimir la risa escuchando tanto gruñido, tanto uhmmm, tanto chupeteo de dedos, tanto chasquido de bocas, tantos suspiros de placer, tantas exclamaciones de ¡qué rico!, tantas afirmaciones de ¡ni el califa de Córdoba comía mejor que nosotros!, ... y para que no vieran lo bien que se lo pasaba, lo mucho que se divertía haciendo felices sus estómagos, se cubría su hermosa sonrisa y sus ojos brillantes de alegría con el velo de algodón blanco.


Leer la continuación en el:  Enlace al relato completo



sábado, 2 de marzo de 2013

Los dulces de almendra y sésamo de Salema

Cuarto capítulo de la novela La morisca andalusí


Taufik tardó más de una hora en serenarse. Había osado transgredir la ley de los invasores cristianos que prohibía a los moros hablar en su lengua sarracena, la llamada algarabía de moriscos y mudéjares andalusíes, y una provocación tan descarada no se le podía tolerar a un forastero. Tuvo mucha suerte. La horda de cristianos armados con palos había decidido apalearlo como a un perro hasta la muerte, pero al final no pasó nada. Fue un milagro de su dios Alá, la misteriosa protección del espíritu de Musarraf o tal vez los nervios de acero de Taufik que tuvo la valentía de permanecer inmóvil e impertérrito sobre su yegua, mirando sin odio a los cristianos con la apostura y la dignidad de un príncipe, lo que le salvó de una muerte atroz. Fuera lo que fuere, cuando los cristianos se le acercaron y él les miró fijamente a los ojos, quedaron súbita e inexplicablemente apaciguados y no se atrevieron a atacarlo, aunque él no fue consciente de ello y temió por su vida.


Taufik no había estado nunca antes en Ubrique. Aquella soleada mañana había llegado muy alegre al pequeño pueblo pensando que los ubriqueños al no conocerle serían amables y acogedores con él, pero se encontró con un ambiente enrarecido cargado de violencia contenida y una población dividida en dos grupos irreconciliables, que se odiaban tanto como se temían. Ignoraba que en este pueblo los moros eran tan numerosos como los cristianos, y esa paridad generaba mucha agresividad y odio entre ellos.

   Bellísimo pueblo blanco de Ubrique enclavado en un lugar paradisíaco.

En Grazalema, en cambio, los moros habían sido masacrados por los cristianos del norte en la "reconquista" y sólo habían sobrevivido unas pocas docenas de niños denigrados a la condición de esclavos, los llamados morisquillos por los cristianos viejos. El hecho de haber sido "convertidos" y bautizados no les libraba de la esclavitud. Salema y Taufik, es decir, Beatriz y Fernando, eran dos de estos niños, dos morisquillos. Al estar en franca minoría los moros grazalemeños no se atrevían a plantar cara a los cristianos y estaban totalmente sometidos. Aunque en apariencia contradictorio era precisamente ese sometimiento, esa sumisión a la voluntad de sus amos lo que creaba un ambiente tolerante que daba una cierta libertad a los esclavos de Grazalema. Eso evitaba que fueran castigados por hablar entre ellos en su algarabía andalusí.

 Majestuoso roble andaluz, Quercus canariensis.

Durante el largo rato que estuvo en el camino del bosque de robles y encinas intentando serenarse y recobrar la compostura, Taufik ató la yegua a una rama de un quejigo, a cuyo alrededor crecía abundante hierba, que el animal devoró con ansia como si llevase varios días sin comer, y luego se paseó por aquel bosque como ensimismado y con los ojos todavía llorosos, tratando de devolver al olvido los terroríficos recuerdos de su infancia. Necesitaba desesperadamente engañar su memoria, bloquearla, cubrirla de un tupido manto para que aquellos recuerdos no le siguieran atormentando el resto de sus días. Sólo así podría sobrevivir y ser feliz con su amada Salema.

 Grueso tronco de un quejigo, Quercus faginea, en un bosque mixto de robles y encinas.

Parecía mirar lo que le rodeaba pero no lo veía, pues sus ojos estaban nublados y miraban hacia dentro. Caminaba sin rumbo hablando para si mismo, moviendo los labios sin proferir ningún sonido y se secaba las lágrimas que le brotaban con su mano temblorosa. "Madre mía, mi adorada Om Zahira, que te dejaste matar para que yo pudiera salvarme. ¡Cómo te extraño!. ¡Qué feliz y orgullosa estarías viéndome ya crecido y qué dichoso sería yo besando tus manos y presentándote a tu futura nuera para que me dieras tu aprobación. Seguro que Salema sería de tu agrado!" La sangre le hervía en sus venas de rabia, de tristeza, de impotencia, de desesperación. La sensación permanente de vivir rodeado de personas que le odiaban y despreciaban por ser moro le provocaba un sufrimiento espantoso. Nunca le había hecho daño a nadie, no se merecía aquel castigo tan cruel. (La palabra om significa madre en árabe)

Un ruido repentino segó sus pensamientos y le devolvió a la realidad. Su mente dejó de escuchar los desgarradores alaridos de su madre mientras la asesinaban, grabados de manera imborrable en sus neuronas, y sus ojos volvieron a brillar y dejaron de mirar hacia el interior de su mente. Era un mirlo macho que cantaba feliz sobre la rama más alta de una encina. Taufik se lo quedó mirando como hipnotizado. Su canto era bellísimo, contundente, lleno de fuerza. Desde niño siempre le había gustado el gorjeo de los mirlos. Se echaba sobre la hierba o la hojarasca, cerraba los ojos y escuchaba aquel maravilloso canto que el eco devolvía y parecía responder al pájaro, como si de otro macho se tratase.

Encina, Quercus ilex, en una dehesa gaditana.

Poco a poco su mente se fue serenando, su corazón aminoró sus latidos, sus ojos se secaron, sus manos dejaron de temblar, su sudor se evaporó y una sonrisa casi imperceptible se dibujó en sus labios. Aquel animalito que proclamaba a los cuatro vientos que aquel trocito de bosque era suyo consiguió apaciguar el alma atormentada de aquel joven, que a sus todavía tiernos veinte años se había visto obligado a madurar antes de tiempo. "Gracias, mirlito, que Alá te lo pague con muchos hijitos como tú" —le dijo con una amplia sonrisa y el ánimo ya recuperado.

Desató la yegua que estaba ahíta de tanta hierba que había comido, se subió a sus lomos de un salto y se dispuso a recorrer el último tramo del camino que llevaba al palacio de Don Gonzalo.

Era la casa más grande y más hermosa que Taufik había visto en toda su vida. La puerta estaba abierta y no se oía ningún ruido. Taufik se apeó de la yegua, la ató a la rama de un viejo naranjo cargado de frutos y se asomó al interior de aquel maravilloso edificio. "¡Ah de la casa!" —gritó, pero nadie le respondió. Movido por una curiosidad irresistible entró y empezó a proferir exclamaciones de admiración ante tanta belleza. Era un palacio como el que había imaginado para Salema, pero muchísimo más grande, todo cubierto por dentro y por fuera de bellísimos mosaicos de azulejos multicolores dibujando figuras geométricas y motivos vegetales y las vigas de las techumbres adornadas con artesonados arabescos de madera de cedro, cuya resina confería al aire un delicioso aroma a casa nueva.

"¡Buenos días, muchacho!" Taufik dió un brinco sobresaltado al escuchar a sus espaldas aquel vozarrón de castellano viejo y se dio la vuelta mientras contestaba al saludo. "¡Buenos días, señor.... Don Gonzalo!" Durante unos segundos se miraron a los ojos, se leyeron el alma y sintieron que simpatizaban. El rico cristiano era un hombretón alto y corpulento de piel muy blanca manchada con numerosas pecas y una generosa barba pelirroja. Tendría unos veinticinco años. Se había instalado en Ubrique tras la reconquista y llevaba unos meses casado con una hermosa morisca, a la que había liberado de la esclavitud en un mercado de esclavos de Algeciras.

—Tu debes ser el joven de Grazalema que busca artesanos, ¿verdad? —le dijo mirándole a los ojos con su poderosa y a la vez amable voz de fornido varón. Don Gonzalo tenía aspecto de hombre bonachón, su mirada era franca y noble. Taufik se dio cuenta de que no se dirigía a él como a un  moro, como a un esclavo, como a un inferior, no se sintió despreciado ni odiado y por primera vez en su vida fue capaz de sentir simpatía por un cristiano.

—Así es, señor —le contestó con timidez—. Estoy construyendo un pequeño palacio para mi futura esposa y necesito artesanos para adornar las paredes y techumbres. En el pueblo me han asegurado que aquí encontraría lo que busco.

—Pues has llegado justo a tiempo. Los dos artesanos moriscos que han hecho este magnífico trabajo, ganándose con creces el oro que les he pagado, parten mañana hacia Algeciras. Ven conmigo y hablarás con ellos —le contestó afable Don Gonzalo, mientras posaba su mano sobre sus hombros en actitud amistosa, como si le conociera de toda la vida.

Taufik creía estar soñando. Tras la terrorífica experiencia con la horda de cristianos todo parecía haberse vuelto amable. Aquel hombretón de pura raza celta venido de la lejana Galicia no albergaba ningún odio hacia los moros. Nunca un cristiano le había tratado con tanto respecto, tanta amabilidad, de igual a igual. Casi estuvieron a punto de saltarle dos grandes lágrimas de agradecimiento, pero se contuvo.

Pulpa de naranja semisanguina.

—¡Qué hermosura de naranjas! —exclamó para disimular la intensa emoción que le embargaba, mientras atravesaban un magnífico huerto de naranjos, mandarinos, limeros y limoneros, de camino a la pequeña casita aneja al palacio donde habían vivido durante meses los dos artesanos.

—Sí, son las mejores de toda la comarca. Cuando compré los terrenos, el cristiano que me los vendió me dijo que habían pertenecido a un noble moro oriundo de Valencia, que murió defendiendo sus tierras durante la reconquista. Prueba ésta, te va a gustar, la llamamos naranja de sangre —le informó, mientras alargaba una mano, arrancaba una naranja con manchas rojas y se la ofrecía acompañada de una amplia sonrisa.  Don Gonzalo continuaba con su fuerte mano posada sobre el hombro de Taufik. Tanta amabilidad sincera colmó la capacidad de autocontrol del muchacho, no pudo contenerse, y en su rostro se dibujó un amago de llanto, pues la emoción le embargaba al sentirse tratado como un amigo y no como un despreciable esclavo.

—Eh, muchacho, ¿qué te pasa?, ¿por qué lloras?, no entiendo.....

Taufik tragó saliva, intentó controlar los músculos de su rostro y su garganta, respiró hondo y le contó cabizbajo con la voz entrecortada lo que había sido su vida hasta entonces. Don Gonzalo le escuchó en silencio, con una sensibilidad que no parecía propia de un hombretón como él. Con su gran mano reposando sobre el hombro del muchacho acercó su cuerpo hacia el suyo en un intento de arroparle, de darle el calor humano que nunca había tenido. Taufik le contó de su infancia feliz con su madre Zahira y su padre Muhammad, de la terrorífica muerte de su madre a manos de los invasores, de su huída hacia el bosque de abetos, de los tres largos meses que pasó escondido en las montañas de Grazalema, del frío y el hambre que tuvo que soportar, de su captura por un cristiano que le esclavizó, de cuando se enamoró de la esclava Salema, de cuando la veía llorar desconsolada bajo el viejo abeto que albergaba el alma de su padre, de cuando Musarraf le habló en sueños y le indicó dónde estaba la cajita de plata llena de monedas de oro, de cuando pagó a su amo por su libertad, de cuando libertó a sus amigos moros, de cuando compró a Salema por tres monedas de oro, de cuando la llevó a la casita que le había comprado y la tranquilizó asegurándole que no la violaría, de cuando ella acudió al bosque donde los albañiles libertos empezaban a construir el palacio para ella, y él le confesó que la amaba y le pidió la mano con la hojita de hierba de terciopelo como prueba de que aquella era la voluntad de su padre Musarraf, de cuando ella le miró con sus ojos de azabache y aceptó ser su esposa, de cuando las paredes y el techo del palacio estuvieron acabados y no supo cómo adornarlos con mosaicos y arabescos, de cuando decidió visitar el pueblo de Ubrique para buscar artesanos, de cuando estuvo a punto de morir apaleado como un perro por la horda de cristianos, de cuando...

—¿Cómo te llamas, muchacho? —le interrumpió el gallego.

—Me llamo Fernando, señor —le respondió con humildad mirándole de soslayo.

—No, éste no es tu verdadero nombre. Dime el que te puso tu madre.

—Taufik, señor.

—Muy bien, Taufik. A partir de ahora ya no vuelvas a llamarme señor. Llámame Gonzalo. Y ahora prueba esta naranja y dime si te gusta.

Al muchacho aquella fruta manchada de sangre le daba un poco de repelús, pero cuando se metió el primer gajo en la boca, su intenso y refrescante sabor y su delicioso aroma inundaron su cerebro y se le antojó la mejor fruta que jamás había probado.

Los artesanos algecireños estaban recogiendo sus enseres y herramientas y las estaban colocando en las alforjas que acarrearían dos grandes mulas. Tenían pensado partir al dia siguiente nada más clarear al alba.

—Buenas tardes, Ahmed.

—Buenas tardes, Don Gonzalo.

—Y Omar, ¿por dónde anda?

—Por ahí dentro recogiendo sus cosas. ¡Omar, está aquí el señor!

Salió el artesano y saludó a Don Gonzalo. Luego fijó su mirada sobre Taufik y le sonrió al deducir por sus ropas y sus ojos de azabache que era moro.

—Este muchacho se llama Taufik y ha venido desde Grazalema en busca de artesanos para que le acaben el palacio que está construyendo. Os quiere preguntar si vosotros estaríais dispuestos a hacer ese trabajo. Tiene oro suficiente y media docena de albañiles a vuestra disposición — les informó Don Gonzalo.

—¿Es amigo suyo? —quiso saber Ahmed.

El cristiano dirigió su mirada hacia el muchacho, que todavía no había abierto la boca, y sonriendo le preguntó:

—¿Somos amigos, Taufik?

El joven dudó un par de segundos y devolviéndole la sonrisa mientras se le humedecían los ojos le contestó:

—Somos amigos, Gonzalo.

—Pues ya no necesitamos saber nada más. Mañana en lugar de partir hacia Algeciras iremos contigo a Grazalema —sentenció Ahmed.

Estaba anocheciendo. Don Gonzalo se despidió de los artesanos con un fuerte abrazo. Les dio las gracias por su magnífico trabajo y luego se giró hacia Taufik que estaba fascinado por todo lo que veía. Nunca hubiera imaginado ver a un cristiano y un moro abrazarse con tanto afecto.

—Taufik, cuando estos grandes artesanos terminen tu palacio y te dispongas a casarte, házmelo saber. A mi esposa y a mi nos será muy grato venir a visitaros  —le dijo el cristiano.

—Para mí y para Salema será un gran honor, Gonzalo. Nuestra casa será la vuestra. Yo mismo volveré a Ubrique para invitarte.

Taufik pasó la noche con los artesanos en la casa aneja al palacio, y al día siguiente al alba partieron hacia Grazalema.

Hacía fresco y un abundante rocío humedecía la hierba. El camino hacia el pueblo vecino se hacía muy fatigoso, pues en muchos tramos la pendiente era bastante acentuada. Para dejar descansar a los animales paraban varias veces al día y por la noche dormían al raso cubiertos con varias mantas de lana. Y así durante tres largas jornadas.

 Fantásticas flores de Phlomis purpurea.

La mañana del tercer día, cuando ya sólo faltaban un par de horas de camino para llegar, Taufik vio unas flores bellísimas a la vera del camino y pensó enseguida en Salema. "A mi amada le gustarán", se dijo. Se apeó de la yegua, cogió un gran ramo de aquellas flores rosadas de pétalos velludos como el terciopelo y lo ató con un cordel que él mismo fabricó retorciendo las hojas tiernas de un palmito.

Palmitos, Chamaerops humilis y varias Phlomis purpurea creciendo juntos en un bosque gaditano de alcornoques.

Cuando por fin llegaron a Grazalema se dirigieron enseguida hacia el bosque de abetos, pues Taufik estaba ansioso por mostrar el palacio a los artesanos. Como si les estuvieran esperando, allí estaban sus amigos libertos y sentada a los pies del viejo abeto, como cada mañana, en un ritual que ella necesitaba para seguir viviendo, estaba su amada Salema. 

Ella, al verlos, quiso levantarse, pero Taufik le hizo un gesto con la mano para indicarle que permaneciera sentada. Entonces se le acercó y le dió el ramo de flores rosadas. Salema lo cogió, lo miró con agrado, acarició con el dedo índice los suaves pétalos velludos y dirigiendo sus ojos de azabache hacia los de Taufik exclamó: "¡Qué suaves son, parecen de terciopelo!". "Sí, mi amada, de terciopelo, como tú".

Los artesanos y los albañiles les observaban en silencio, con respeto, sintiendo envidia por aquel amor tan tierno y sincero que aquellos dos seres atormentados se profesaban. Taufik parecía haberse olvidado de ellos. Estaba como embrujado mirando como su amada jugaba con las flores. "Te están esperando",  le dijo Salema con una dulce sonrisa llena de ternura, sacándole del ensoñamiento de enamorado y devolviéndole a la realidad. Cuando se giró hacia los artesanos no pudo evitar sonrojarse. Ellos esbozaron una comprensiva sonrisa e hicieron como si no hubieran visto nada.

Taufik les mostró el palacio, les dijo que hicieran su trabajo como mejor creyeran y les rogó que aceptaran dormir en el mismo palacio, pues no disponía de una vivienda para ellos, sólo la choza donde él vivía desde que era liberto y la casita de Salema, que era sólo para ella.

Al día siguiente, a media mañana, estando ya todos los hombres, incluido Taufik, trabajando en la ornamentación del palacio, Salema acudió al bosque de abetos con una gran bandeja de bronce cubierta con una tela blanca. Se acercó a su amado, levantó la tela y ante sus ojos aparecieron unos deliciosos dulces de almendra y sésamo que ella misma acababa de amasar y hornear. Estaban todavía calientes y desprendían un delicioso y tentador aroma que abrió el apetito a aquellos hombres. 


Taufik estaba sorprendido, emocionado, rebosante de alegría, orgulloso de su amada. Por fin Salema parecía recobrar la alegría y la ilusión de vivir y empezaba a comportarse como su esposa. Cogió la bandeja de dulces y los ofreció en primer lugar a los dos artesanos, luego a sus fieles amigos y por último dejó la bandeja en el suelo sobre una bonita alfombra de lana y se sirvió un dulce. 

—¡Uhmmm, que ricos! —exclamaron todos.

Salema les observaba divertida con cara de satisfacción, sin decir nada, dejando que todos vieran su bellísimo rostro y sus ojos negros, que brillaban llenos de vida como nunca antes lo habían hecho.

Salemas de almendra y sésamo

Ingredientes para la masa:

--250 gramos de almendras molidas.
--Una cucharada de semillas de sésamo.
--Dos cucharadas colmadas de miel.
--Dos cucharadas colmadas de azúcar.
--50 gramos de harina de trigo.
--Una cucharadita de canela.
--Una cucharadita de semillas de cilantro picadas.
--Tres clavos de olor picados. 
--El zumo de una naranja y un limón.
--La ralladura de la piel de un limón.

Ingredientes para la cobertura de sésamo:

--50 gramos de azúcar.
--20 gramos de semillas de sésamo.
--10 ml de agua.

Se mezclan todos los ingredientes en un lebrillo, se trabajan con las manos hasta conseguir una masa compacta que no se pegue a los dedos, se deja reposar durante unos diez minutos y a continuación se extiende sobre una mesa hasta un grosor de un centímetro. Se recortan las salemas en forma de media luna con la ayuda de un vaso, se colocan en una bandeja cubierta con papel de hornear y se meten en el horno a 180 ºC durante unos 10 minutos, vigilando que no se quemen. Cuando han adquirido un bonito color tostado, se sacan del horno y se cubren con un caramelo hecho con el azúcar, el sésamo y el agua. Se vuelven a meter en el horno durante tres o cuatro minutos para que se gratinen y a continuación se sacan y se dejan enfriar. Están mucho más ricas al día siguiente. ¡Buen provecho!